segunda-feira, 13 de agosto de 2012

egypto e sus leyes

El Rey. La Monarquía alcanzó su máximo grado de centralización antes de caer en el primero de los recurrentes periodos de disgregación territorial que se dieron a todo lo largo de la historia egipcia. Aquella centralización coincidió con la divinización del monarca. En efecto, éste dejó de ser un vicario del dios y pasó a atribuirse la condición divina él mismo. Ésta condición, y la legitimidad que implicaba, se transmitía a través de la línea materna; de ahí la importancia de que el heredero fuera hijo de una princesa. Si el único hijo había nacido de una concubina, debía casarse con una princesa de sangre real para adquirir la legitimidad que le permitiría reinar. La complicaciones dinásticas a que esta norma deba lugar, agitaron la vida palaciega durante prácticamente toda la historia egipcia. Al faraón se le designaba en tercera persona, recurriendo a giros para no nombrarlo directamente. Su palacio se llamaba parao, "la casa grande", término del que los griegos derivaron pharaó, y de ahí nuestro "faraón". Al patronazgo de Horus se añadió el de Ré, la divinidad solar venerada en el santuario nacional de Heliópolis, cuyo clero ejercía a la sazón una gran influencia. El monarca vivía rodeado de una numerosa corte, en la que destacaba una serie de personajes del más alto rango, pero cuyas funciones se desconocen. Ostentaban títulos sonoros, que en otro tiempo llevaron los propios reyes. A continuación se situaban los sirvientes directos, encargados del arreglo personal del soberano, su médico, el guardián de las coronas, etc. Otros miembros de la corte llevaban títulos sacerdotales, y se encargaban de los cultos a los dioses y de oficiar las ceremonias fúnebres. La corona subvenía a las necesidades de sus funcionarios a cambio de sus servicios. Los ascensos se hacían por méritos, según el criterio del rey, pero el hecho de ocupar cargos relevantes no suponía ventajas económicas. Servir al soberano era una obligación, y merecer su confianza, un honor. Estos funcionarios distinguidos podían recibir regalos para su enterramiento. A algunos sacerdotes se les recompensaba de igual manera. Hubo ocasion
es en que se donó tanto terreno destinado a albergar sepulturas, que fue preciso proceder a su desamortización. También se hizo necesario frenar los gastos por estos conceptos. La descentralización y la necesidad de traspasar a los nomarcas muchas de estas competencias fueron factores que contribuyeron a explicar el reforzamiento de los particularismos regionales. El primer ministro. Este cargo se consolidó definitivamente con la IV dinastía, pero tuvo precedentes en la anterior, entre ellos una de las figuras más conocidas de la historia egipcia: Imhotep, arquitecto y hombre de confianza del faraón Djeser. La dualidad canciller del Alto y del Bajo Egipto evolucionó hasta convertirse el segundo de esos títulos en puramente honorífico. El primer ministro encabezaba la administración del Estado, y tenía a su servicio los llamados jefes de misión, encargados de transmitir los despachos a los nomarcas y de presentar informes sobre la situación en las provincias. Otra competencia del primer ministro era la equivalente a un ministro de justicia o de un presidente de tribunal supremo: en efecto, de él dependían las seis grandes audiencias del reino. Cumplía, además, las funciones de ministro del tesoro y de agricultura. El tesoro, antes separado según la dualidad tradicional, se unificó, aunque la mención de la dualidad se conservó en el nombre. Por ese departamento pasaban los impuestos recaudados y los productos de campos y huertas reales. El departamento de agricultura entendía en todo lo relativo a siembras, cosechas, regadíos, división de la tierra, cría de animales, etc., con el correspondiente responsable al frente de cada ramo. Todas las oficinas contaban con sus equipos de escribas y sus archivos. Los nomos. El nomarca disponía de amplias atribuciones, lo que puso en sus manos un poder considerable. Esta particularidad, aliada con otras circunstancias que minaron el poder regio, explica la fragmentación feudal de los últimos tiempos del Imperio Antiguo. Y así, de simples gobernadores, a los que el rey podía nombrar y trasladar, se convirtieron en reyezuelos a los que una monarquía progresivamente débil sólo podía conceder más y mas poder para mantener al menos la fidelidad nominal, pero esta política, fácil es de entender, acabó por convertir el Alto Egipto en un mosaico de territorios soberanos de hecho, cuyos señores transmitían el cargo a sus herederos. Esta transmisión fue al principio una merced del rey a sus fieles colaboradores, pero acabó convirtiéndose en una costumbre y después en un derecho. Aunque las informaciones concernientes al delta son más pobres, no parece que haya razones para creer que allí el proceso fuera diferente. Imperio Medio. El excesivo poder de los nomarcas había entrado en colisión con los de las grandes familias, que habían perdido muchos de sus privilegios tradicionales en beneficio de aquéllos. Esos grupos familiares dieron la bienvenida a la nueva dinastía, y al frente de los nomos volvió a situarse un jerarca que contaba con la confianza del poder central. Parece que la hereditariedad del cargo había entrado en crisis, acaso a raíz de la situación de desorden endémico que aquejó al país durante el primer período intermedio. Pero el nuevo nomarca acumuló más poder que nunca, si bien por el momento no cayó en los excesos de la anterior etapa feudal. Las fronteras entre nomos fueron rediseñadas a fin de que no se suscitaran rivalidades. Básicamente, las obligaciones de los nomarcas eran las que fueron siempre, aunque dejaran de cumplirse: recaudar impuestos, promover levas en tiempo de guerra, supervisar las tareas agrícolas y cuidar de la conservación de las obras de regadío. La reorganización administrativa dio sus frutos, y durante el Imperio Medio el país estuvo razonablemente bien gestionado y, en general, este periodo fue próspero. Bajo los últimos reinados de la XII dinastía, sin embargo, comenzaron a advertirse los síntomas recurrentes de la fragmentación y la actuación de las sempiternas y disolventes fuerzas centrífugas. En efecto, muchos nomarcas desaparecieron y fueron sustituidos por reyezuelos. Pero al auge del Imperio Medio se prolongó unos dos siglos y, como ya se ha dicho, Egipto conoció el orden y la prosperidad. La administración se tornó complicada, aunque sus estructuras básicas no se modificaron sustancialmente respecto del Imperio Antiguo. Los jefes de misión de la etapa anterior parecen haber sido sustituidos por 30 altos funcionarios dependientes del "patio de las seis casas" o ministerio de justicia, regido directamente por el primero ministro. Esos 30 "altos funcionarios del Sur" no solo entendían en cuestiones judiciales, sino que llevaban a cabo misiones políticas y administrativas en nombre del poder central. En cuanto al primer ministro, mantuvo las funciones que ya se le reconocían en reinados anteriores, si bien adaptadas a la mayor complejidad de las estructuras. Lo mismo cabe decir del rey, tanto más cuanto que los soberanos de la XII dinastía en general se comprometieron personalmente con la tarea de gobierno, y en este sentido hay que resaltar su dedicación y eficacia. Sobre los últimos años del Imperio Medio contamos con fuentes que han sido valoradas de forma desigual por los especialistas en lo tocante a la administración provincial, pero los documentos contables sí arrojan datos de interés. El presupuesto se dividía en dos grandes partidas: los gastos fijos y los extraordinarios. Los primeros comprendían las cantidades asignadas al faraón y a su familia, y la retribución de los funcionarios. Los gastos extraordinarios se componían de los donativos que el rey distribuía discrecionalmente como premio a los servicios prestado o con motivo de fiestas. Los ingresos provenían de los impuestos de cuya recaudación se encargaban tres organismos, cuyas funciones específicas se nos escapan, aunque sí consta que los impuestos nunca se pagaban enteramente, y que los escribas tenían que llevar complicadas contabilidades de lo que se adeudaba y lo que se había pagado. Recordemos que la economía no era dineraria y los impuestos se abonaban en especie. Imperio Nuevo. El rey y sus colaboradores inmediatos. Tras la reorganización que siguió a la expulsión de los hicsos, se volvió a insistir con más fuerza que nunca en el carácter divino del soberano. De esta condición se desprendía, como lo más natural, su poder absoluto. Sin embargo, a la ya tradicional complejidad administrativa vino a añadirse ahora la extensión territorial; es decir, la constitución de un imperio. Por tanto, el faraón tuvo que delegar, con lo que además del primer ministro lo que además del primer ministro aparecieron algunos funcionarios del máximo rango dotados de amplios poderes. De ellos, los más influyentes eran el jefe supremo del ejército, el virrey de Nubia y el sumo sacerdote de Amón. El primer ministro. Al primer ministro correspondían, además de las lógicas funciones de coordinación y ejecución de la política regia, las competencias den materia de justicia, y ejercía asimismo de ministro de la guerra. Pero no se detenía ahí su poder, pues desempeñaba tantas tareas y tan complejas que resulta difícil reseñarlas. En el apogeo del Imperio Nuevo, esa acumulación de responsabilidades obligó a desdoblar el cargo en dos: un primer ministro para el Bajo Egipto, con residencia en Heliópolis y otro para el Alto Egipto, con sede en Tebas. La investidura del primer ministro consistía en una ceremonia solemne. Tenía su propia residencia, pero acudía a diario a palacio, acompañado del jefe del tesoro. Tras recibir instrucciones del soberano. Tras recibir instrucciones del soberano y transmitirle informes, pasaba todo el día en su despacho recibiendo a su vez informes de todos los rincones del país y de los diversos departamentos. También concedía audiencias, impartía justicia y, de vez en cuando, realizaba viajes de inspección. Otro departamento que dependía del primer ministro era el de archivos, donde se conservaban originales o copias de todos los documentos administrativos. El acceso a éstos por parte de los funcionarios estaba restringido y había también información clasificada que no podía consultarse. El Virrey de Nuvia. Un virrey de Nuvia gobernaba en nombre del faraón los vastos territorios situados más al Sur de la jurisdicción del primer ministro para el Alto Egipto, cuya autoridad se extendía hasta la primera catarata. El cargo, de cuya importancia da el título que conyeba, "hijo real", fue instituido por Amenofis I, y lo desempeñaba por lo general una persona vinculada a la familia real, con formación de escriba, pues se esperaba de ella una labor más administrativa que militar. Por las noticias que se tienen, los virreyes cumplieron a satisfacción su cometido, y en algunos casos el cargo pasó de padre a hijo. Siendo Nubia un territorio de conquista reciente, permanecían allí guarniciones, y la seguridad y la defensa dependían del jefe del ejército. Una escolta especial de arqueros se encargaba de custodiar el traslado del oro del Sudán hasta su embarque hacia la metrópoli. Nubia estaba dividida en dos provincias: Uauat, comprendida entre la primera y la segunda cataratas, y Kush, desde la segunda hasta la cuarta. Cada provincia estaba regida por un gobernador que jerárquicamente seguía en importancia al virrey. Por lo demás, la administración era un calco de la central. Las tribus que habitaban el territorio gozaban de autonomía, y a los hijos de los reyezuelos se les educaba en Egipto, a fin de convertirlos en adictos. En el transcurso del Imperio Nuevo apenas se registraron rebeliones de importancia en Nubia, y las tropas allí destinadas nunca se precisó que fueran numerosas. En cualquier caso, durante el virreinato la región sufrió una profunda egiptización, cuyas huellas permanecieron aun después de la retirada de la metrópoli. El sumo sacerdote de Amón. Este personaje adquirió una influencia tal, que en épocas de debilidad de la monarquía era el verdadero artífice de la política: en alguna ocasión desempeñó personalmente el cargo de primer ministro o colocó en el puesto a un ministro o colocó en el puesto a un adicto; otras veces forzaba la sucesión, invocando una revelación del dios, para sentar en el trono a quien convenía a los intereses del clero amonita; o bien el príncipe heredero recibía educación en el templo de Amón y era, por su formación, un sacerdote de ese culto. Con la decadencia del Imperio Nuevo, el sumo sacerdocio se hizo hereditario. En teoría, la verdadera función del sumo sacerdote era representar al monarca en los actos religiosos pues, como rey absoluto y divino, él era el auténtico vicario del dios y participaba de la condición divina. Y como al nombraba al sumo sacerdote, tras consultar al dios. Es decir, que se recurría al oráculo, y en este punto cabe imaginar que la supuesta voluntad del dios coincidía con los intereses o las pretensiones del momento. La constitución de un cuerpo sacerdotal adscrito al culto de Amón se remonta a la XII dinastía, si bien parece que se trató del reconocimiento oficial de una influencia que venía siendo creciente desde principios del Imperio Medio, Ahmosis, al fundar la XVIII dinastía, se apoyó en los amonitas, y de ahí arranca su poder y su intervención directa en los asuntos políticos. Al sumo sacerdote, que ostentaba el título oficial de primer profeta del dios, le asistía un alto clero y un bajo clero. Vivía en un palacio rodeado de una nutrida corte. El alto clero estaba dividido en tres categorías de "profetas" de Amón, y participaba en las ceremonias más importantes. El bajo clero, asimismo rígidamente jerarquizado, lo integraban los sacerdotes encargados del mantenimiento de los templos y de realizar en éstos las tareas rutinarias, los oficiantes de los ritos menores, etc. También había laicos al servicio de los templos, donde efectuaban trabajos ajenos al culto, y cantantes femeninas que actuaban durante las ceremonias. Oras mujeres al servicio de los amonitas, y que constituían una especie de clero paralelo, eran las "concubinas del dios", de cuya cúspide se situaba la esposa de Amón, dignidad honorífica que por lo general ostentaba la reina. El poder del clero de Amón y, más precisamente, de su sumo sacerdote, se apoyaba en las cuantiosas riquezas de que disponía. El dios, y en consecuencia quienes le servían, disfrutaban de los rendimientos de vastas extensiones de tierra y de almacenes de sus productos. A estos bienes se añadía el crecido tributo del rey al dios y los remitidos desde los países ocupados y de Nubia. Los campos de cultivo incrementaban su superficie merced a adquisiciones y donaciones. Toda esta riqueza precisaba de gran número de personas al servicio del dios. Se trataba de personal laico que iba desde peones agrícolas, albañiles, barqueros y arrieros hasta el más calificado de escribas, arquitectos y agrimensores. El ejército. Otra personalidad importantes, directo colaborador del faraón, era el general jefe de los ejércitos. Casi siempre se trataba de un miembro de la familia real y desempeñaba su cargo en nombre del soberano. Hasta el momento, Egipto no había contado con un ejército regular, y la forma de hacer la guerra era primitiva. Si nos consta que el empleo de general existía ya en época tinita. Los nomarcas eran los encargados de reclutar hombres en sus respectivos distritos y ponerlos a disposición del gobierno central. Éste, por lo demás, no contaba con otras fuerzas regulares que la guardia del faraón y una milicia que hacía las veces de policía cuyos miembros procedían en su mayor parte de Nubia. En la creación de un ejército regular fueron determinantes la lógica misma de la expansión imperial y también el recuerdo de la invasión de los hicsos. En efecto, durante mucho tiempo no se les pudo hacer frente por falta de unas fuerzas militares numerosas y bien instruidas, y sólo se les consiguió expulsar cuando se dispuso de un gran ejército. Pese a los éxitos de los primeros soberanos de la XVIII dinastía, la verdadera organización del ejército se produjo en tiempos de Horemheb, general ascendido al trono. Del conocimiento que tenemos de las campañas de Seti I y de la descripción de la batalla de Kadesh, bajo Ramsés II, se desprende que las fuerzas armadas estaban distribuidas en ejércitos o divisiones, cada una de las cuales llevaba el nombre de un dios, a cuya protección se acogía. Así, en la batalla de Kadesh participaron los ejércitos de Amón, Re y Ptah, ya existentes, a los que Ramsés añadió un cuarto, creación suya: el de Set. Estas divisiones las integraban egipcios y un número variable de mercenarios extranjeros. Tras la derrota de los pueblos del mar, muchos de sus combatientes pasaron a formar parte del ejército egipcio. Las divisiones constaban de 5.000 hombres, mandados por un general, y se dividían en 20 campañas, mandadas a su vez por un portaestandarte o capitán. Las compañías se componían de secciones de 50 hombres mandados por oficiales de rango inferior y suboficiales. No tenemos apenas información de los regimientos, es decir, de las unidades entre división y compañía, que mandaría un jefe con un empleo equivalente a coronel. El reclutamiento seguía teniendo competencia de los nomarcas, y la permanencia en filas era temporal. Los soldados que se reenganchaban podían ascender, y la oficialidad se escogía entre ellos y entre quienes ingresaban como voluntarios, estos últimos cuando eran prácticamente unos niños, por lo general hijos de militares, pues era frecuente que la dedicación profesional se mantuviera de una generación a otra. La vida cuartelera era sumamente dura, con ejercicios continuos que provocaban accidentes y heridas, de tal modo que, como recogen algunas fuentes, antes de entrar en combate ya presentaban cicatrices. Esto por lo que se refiere a las fuerzas de infantería, puesto que los conductores de carros y los arqueros que les acompañaban llevaban una existencia algo más cómoda. La infantería empleaba mazas, cuchillos de bronce y espadas de hoja ancha. Otras armas eran una espada corta con una curvatura en las dos terceras partes de su hoja, y que recuerda vagamente un alfanje, y un hacha. El arma principal del ejército egipcio era el arco. Los arqueros constituían un cuerpo aparte de la infantería y otros iban a bordo de los carros. Los arcos eran de madera y cuerno, con la cuerda hecha de tendones. Cada hombre llevaba un carcaj con 20-30 flechas. Las unidades de carros, divididas en escuadrones de 25 carros cada uno, estaban integradas casi siempre por jóvenes de familias de clase alta, que adquirían de su peculio particular el carro y los dos caballos que tiraban de él. Otros jóvenes menos pudientes gastaban todo su patrimonio en el carro, que muchas veces quedaba inutilizado tras la batalla. Entonces, además de la ruina económica, tenían que arrostrar el castigo por permitir que el material quedara inservible, y eran apaleados por orden de sus superiores. En la batalla el conjunto de los carros estaba mandado por un jefe que coordinaba los movimientos de los distintos escuadrones. Egipto alcanzó gran maestría en la manufactura de esos vehículos, proverbiales por su robustez y ligereza. Estaban hechos de madera, y las piezas se ensamblaban con tiras de metal y de cuero. Las ruedas, de seis radios, eran asimismo muy ligeras, y el eje se situaba detrás de la caja, lo que permitía tomar curvas muy cerradas y efectuar giros muy rápidos. Algunos jóvenes aristócratas aportaban carros suntuosos, hechos con materiales nobles y profusamente decorados sin merma de la necesaria ligereza. En el carro iban un conductor y un arquero. Los caballos podían llevar protecciones especiales en las patas. Tras una persistente lluvia de flechas, los carros se encargaban de romper el frente enemigo. Una vez conseguido propósito mediante un continuo hostigamiento impedían que las fuerzas dispersas se reorganizaran, y entonces entraba en acción la infantería y se llegaba al combate cuerpo a cuerpo. Por lo demás, no es mucho lo que se sabe de tácticas, pero parece evidente que éstas se perfeccionaron con el tiempo, y que los encuentros armados se planeaban y coordinaban, disponiendo las fuerzas de manera ordenada, previniendo movimientos y utilizando recursos como la sorpresa, la diversión, etc. Sobre las armas y los carros poseemos amplios conocimientos no sólo por las pinturas y relieves, sino por los ajustes de las tumbas. Las distintas unidades contaban, además, con especialistas en el mantenimiento de los carros, con encargados de las cuadradas y otro personal subalterno. Los asedios dependían, como es lógico, de la ciudad situada y de su entorno. Por lo general, las defensas consistían en una empalizada o una muralla de adobes y en un foso. Las ciudades se construían en lugares elevados y alrededor había campos de cultivo y árboles frutales, con cuyos productos el ejército sitiador complementaba sus suministros. Después del asedio, los egipcios solían destruir los cultivos y talar los árboles. Los arqueros hacían caer una lluvia incesante de flechas sobre la ciudad, a fin de que los infantes pudieran acercarse a las puertas, que derribaban a hachazos. También se servían de escalas para trepar a los muros. Si en este punto se aceptaba la rendición, los egipcios no se ensañaban con los vencidos. No hay noticias de que se entregaran a actos de crueldad, como los asirios, por ejemplo, que empleaban el terror como arma psicológica para debilitar la moral de eventuales enemigos. Los egipcios se conformaban con el botín y trataban de asegurarse, al menos por un tiempo, la fidelidad de los príncipes. Por lo que se refiere a la guerra en el mar, las naves egipcias tenían casco de madera y aparejo hecho con fibras de papiro. Se impulsaban con remos y arbolaban una vela cuadra de lino. Servía de timón un remo situado a popa. Las naves mayores podían llevar hasta 250 hombres a bordo. Éstos eran fuerzas de infantería dispuestas para el desembarco o el abordaje, o bien arqueros que desde la cubierta barrían con su diluvio de flechas al enemigo situado en tierra o en otra nave. Los remeros no eran esclavos, sino soldados, que se distinguían por un parche de cuero cosido al faldellín. El ejército contaba asimismo con gran número de escribas encargados de las diversas ramas administrativas, con especialistas y con responsables de la intendencia, la cual utilizaba asnos como medio de transporte y carretas tiradas por bueyes. Las fuerzas del orden interior, el equivalente de la policía, estaban militarizadas y dependían, por tanto, del ejército. Los militares alcanzaban posiciones relevantes no sólo por el nuevo papel que correspondía al ejército, sino por la cuantía de sus ingresos. En efecto, recibían parte del botín y eran recompensados por su comportamiento y por su antigüedad. Esas recompensas consistían en tierras, costumbre que dio lugar al surgimiento de una aristocracia terrateniente de origen militar. Los nomos. Mientras la monarquía se mantuvo fuerte, pudo mantener una estricta centralización, con lo que los nomarcas, en tanto que autoridad delegada, quedaron un tanto eclipsados. Los mensajeros regios desempeñaban la función de enlace entre la oficina del primer ministro y los nomarcas. El control permanente que se ejercía sobres éstos significaba que la única política posible en provincias era seguir puntualmente las instrucciones emanadas del poder central. Tres veces al año, coincidiendo con el inicio de las tres estaciones del calendario egipcio, los nomarcas debían enviar un informe detallado al primer ministro. Mientras este sistema fue efectivo, pudieron conjurarse las fuerzas centrífugas y no desarrollaron poder las grandes familias feudales. Las posesiones asiáticas. La administración de los territorios asiáticos que fueron escenario de la expansión egipcia era distinta de la que regía en la metrópoli y en Nubia. Ante la realidad de unas regiones sin homogeneidad, pobladas por gentes de culturas distintas y con organizaciones políticas que iban de la tribu a la organización estatal bien consolidada. Egipto no pudo adoptar otro criterio salvo la descentralización y la autonomía. Muchos de esos pueblos estaban acostumbrados a la independencia y, por unas u otras causas, eran impermeables a la egiptización, así que los faraones se atribuyeron un papel arbitral y se limitaron a imponer una especie de protectorado, sin más exigencias que el reconocimiento de la soberanía y el pago de fuertes tributos. Pero aun esos vínculos tan laxos dieron constante ocupación bélica a los soberanos del Imperio Nuevo, pues las revelaciones y las alianzas con potencias enemigas fueron continuas. Entre los pueblos más adictos se reclutaron tropas regulares que fueron instruidas por militares egipcios, los cuales constituían además la oficialidad. Baja época. El Egipto saíta, fatigado por la agitada historia de los últimos siglos, que deparó continuas guerras civiles e invasiones extranjeras, promovió un regreso al clasicismo. Los egipcios eran conscientes de poseer una civilización avanzada, que suscitaba admiración entre los extranjeros y que, lejos de perder su prestigio, despertaba más curiosidad que nunca en un mundo, el de la cuenca mediterránea y el Próximo Oriente, cada vez más internacionalizado. Pero esa civilización que todos admiraban tenía por escenario un país decadente, sin poder político real y muy lejos de las glorias imperiales de otros tiempos. La reacción fue invocar esa grandeza pasada mediante un ejercicio colectivo de volver a las fuentes, a la manera de un renacimiento cultural. En otros momentos de la historia y en otras culturas, esa vuelta atrás podía resultar artificiosa e idealizada, pero en Egipto, a pesar de los grandes cambios políticos, los elementos esenciales de la cultura se habían mantenido como unas constantes para ese repliegue sobre la propia identidad. Pero también ese impulso pudo haberse traducido en un dinamismo creativo y no en la complacencia en lo arcaizante. Al final del Imperio Nuevo y durante las dinastías que precedieron a la XXVI, se habían desarrollado una vez más poderes de hecho que oscurecían el papel de la monarquía. En primero lugar, los templos, que acumulaban grandes riquezas, y en segundo lugar, una serie de familias que constituyeron verdaderos feudos a partir de propiedades cedidas como premio por servicios militares. Muchas de estas familias eran de origen extranjero. Los reyes saítas procuraron desmantelar ese poder feudal y no permitieron que las familias acumularan demasiado poder, a fin de frenar los particularismos. A los poseedores de grandes fortunas se les obligó a hacer donaciones a los templos, que de una forma u otra eran controlados por la monarquía. Esta última continuó repartiendo tierras para premiar los servicios prestados, pero aplicó un mecanismo que impedía que ese beneficio fuera el origen de una dinastía feudal. En efecto, al beneficiado se le entregaba una tierra, pero en un peculiar régimen de usufructo, pues estaba adscrita a un templo, que seguía conservando la propiedad. El beneficio podía ser hereditario, pero si las circunstancias lo aconsejaban, el templo reclamaba lo que era suyo. Lo anterior regía para las grandes propiedades, esto es, las que podían dar lugar a una acumulación excesiva de poder, pero no así para las propiedades pequeñas y medianas, a las que la monarquía no impuso limitaciones. ECONOMÍA Y PRODUCCIÓN. Imperios Antiguo y Nuevo. La base de la economía era la agricultura, actividad de cuyo buen funcionamiento fue responsable el primer ministro en cuanto este cargo tomó forma. Las modalidades de tendencia del suelo no están muy claras y han sido uno de los grandes temas de discusión en la egiptología. Unos especialistas reprochan a otros trasladar los modelos de unas épocas a otras. Hay pruebas de que durante las dinastías III y IV existía la propiedad privada, y que las tierras eran objeto de enajenación, reparto entre los hijos por herencia, etc. En todo caso, por las mismas características geográficas de Egipto, salvo excepciones, las propiedades no eran extensas y, dada la extrema parcelación, a veces estaban repartidas en más de un lote. El rey era seguramente el primer propietario, y pasaban a su patrimonio las tierras ganadas al desierto. De las propiedades de la corona, una parte se destinaba a la dotación de los templos o se concedían a los altos funcionarios para asegurar con sus rentas el culto funerario. Dentro de las competencias del primer ministro en materia agrícola estaba la apertura de nuevos canales y el mantenimiento de los ya existentes. Recibía los datos relativos a la crecida anual, a fin de tomar las disposiciones pertinentes, decidía la distribución de las aguas de riego, y de su oficina salían las instrucciones para organizar las tareas del año agrícola. Finalizado éste, se celebraba una solemne ceremonia de cuyo transcurso el jefe de los graneros informaba al faraón del resultado de las labores, la cuantía de las cosechas, el monto de las reservas, etc. Si el año había sido favorable, se organizaban grandes festejos. Los ingresos del Estado por vía fiscal se recaudaban aplicando una tarifa progresiva según el rango del contribuyente. La liquidación se hacía básicamente en oro, plata, cabezas de ganado y piezas de lino. Además de los impuestos personales, se pagaban contribuciones por las tierras y propiedades. A efectos fiscales y catastrales, las tierras de cultivo se dividían en dos categorías: las pertenecientes a las altas instituciones, más extensas y sometidas a una tributación variable, y las que estaban en manos de particulares, por lo general no superiores a una hectárea, y que tributaban con arreglo a su rendimiento. Los principales cultivos eran el trigo duro y el lino, y en medida menos importante, la avena y el mijo. El trigo constituía la base de la dieta. Además, se practicaba la horticultura. La ganadería vacuna, la caza y la pesca revestían importancia. La caza tenía al parecer un triple propósito; obtener carne, practicar un deporte que era como un entrenamiento para la guerra y luchar contra el maléfico dios Set, del que dependían aquellas criaturas del desierto. Con resultados desiguales, se intentó domesticar algunas especies africanas, como los antílopes, y junto a las aves de corral más comunes se criaron grullas y pelícanos. Egipto importaba madera, necesaria tanto para la construcción de embarcaciones como de edificios. También llegaban del exterior metales, principalmente cobre, que no se obtenían en el valle del Nilo, incienso y piedras preciosas y semipreciosas. Estos tráficos no los llevaba a cabo la iniciativa privada, sino la monarquía, debido a su importancia y a los medios que era preciso desplegar. Tampoco parece que se realizaban de manera regular, sino que se organizaban grandes expediciones cuando se consideraba necesario. La franja siriopalestina, la costa del mar Rojo y Nubia eran los principales destinos de aquellas expediciones. Dentro del territorio controlado directamente por el faraón, en los desiertos a ambos lados del valle se explotaban canteras que proporcionaban la piedra de construcción y también piedras semipreciosas para trabajos de artesanía. El oro provenía de minas situadas en las tierras del Sudán. Aunque la economía no era dineraria, sino que se basaba en el trueque, se utilizaba una unidad de cuenta, el shot, equivalente a 7 g de oro. El pequeño comercio y la artesanía aún no habían alcanzado un desarrollo notable de este periodo. Imperio Nuevo. Durante el Imperio Nuevo se creó una nueva figura funcionarial, el "jefe de los esclavos divinos del Sur y del Norte", cargo que solía recaer en un personaje de la corte, por lo general sacerdote. Su tarea consistía en administrar los bienes de los templos. De su enorme cuantía y complejidad cabe deducir la importancia de este funcionario. El jefe del tesoro informaba puntualmente al primer ministro de las entradas, y una vez el mes se pasaba una memoria detallada al rey. El primer ministro y el jefe del tesoro estudiaban la situación y procuraban que los gastos del Estado no superaran los ingresos. Las reservas alimenticias eran cuantiosas y permanecían almacenadas y contabilizadas para uso del rey y de los altos dignatarios. Cuando se habían cubierto sus necesidades, el remanente se destinaba al comercio libre. Las grandes explotaciones intercambiaban productos o bien los vendían a distribuidores que los hacían llegar al pequeño comercio. De este modo, por trueque, los agricultores adquirían prendas de vestir, menaje e incluso algún artículo suntuario. Para calcular el valor de las mercancías, se siguió recurriendo a la unidad de cuenta, el shot, hasta la época de las dinastías XIX y XX. Al término del Imperio Nuevo hay constancia del que se efectuaban pagos en cobre, plata y oro. La expansión egipcia, tanto Nilo arriba como más allá del Sinaí, no tuvo únicamente fines militares, sino económicos. En el caso de las posesiones asiáticas es muy posible que la primera intención fuera como tanto se ha repetido, la constitución de un glacis defensivo, pero una vez establecido el poder faraónico en aquellas tierras, resultó que aportaban unos ingresos que, al menos durante buena parte de la XVIII dinastía, significaron las entradas más cuantiosas para la hacienda egipcia. Nubia era la intermediaria en el comercio de las riquezas del interior africano y de las costas orientales de ese continente, pero, sobre todo, del oro Sudanés. De Asia provenían tributos cuya relación está minuciosamente recogida en los archivos: cereales, ganado, aceite, vino, plata, cobre, maderas de construcción y preciosas, caballos, manufacturas de lujo, etc. Además, en tiempo de guerra, los principados asiáticos debían proporcionar la intendencia a los ejércitos del faraón, con el consiguiente ahorro para éste. Baja época. Tras la evacuación de las tropas ocupantes asirias, Psamético I, fundador de la XXVI dinastía, que inauguró el llamado periodo saíta, estableció un poder militar fuerte que garantizara el orden interno, y se dedicó a promover la actividad comercial. Abrió las puertas del país a comerciantes procedentes de países con probada experiencia mercantil: fenicios, sirios, judíos y griegos, fundamentalmente. Los primeros se encargaban de la navegación; sirios y griegos animaban al comercio exterior, y los judíos llegaron a constituir una nutrida y muy próspera colonia en torno a Asuán. Egipto no tardó en convertirse en el primer exportador de cereales, y en los siglos siguientes toda la cuenca mediterránea acabó dependiendo de este suministro. El valle del Nilo se transformó en el granero del mundo, y por eso despertó la codicia de otras potencias, que procuraron dominarlo. Nekao, hijo y sucesor de Psamético, quiso añadir a ese papel de reserva alimentaria el de intermediario de los tráficos entre el mundo mediterráneo y Oriente. Para ello, inició la construcción de un canal entre el Delta y del mar Rojo: el canal iba desde el brazo tanita, por Bubastis, a través del ahora seco audi Tumilat, hasta alcanzar los lagos Amargos y, desde allí, salía al golfo de Heroópolis. Según Herodoto, la ruta se completaba en cuatro días, y la vía acuática era lo bastante ancha para permitir que se cruzaran dos trirremes griegos. Parece que ese paso ya se utilizó durante el Imperio Medio, pero fue abandonado debido a la invasión del cauce por las arenas del desierto. Y el fenómeno se repitió ahora y de nuevo la ruta hubo de desecharse. Con el concurso de marinos fenicios, se optó por la circunnavegación de África, pero ésta resultaba lenta y costosa y se desistió de llevarla a cabo sistemáticamente. Cuando los persas se apoderaron de Egipto, se interesaron particularmente en la recuperación del canal, puesto que era una vía muy útil para poner en comunicación por vía marítima el golfo Pérsico con las satrapías más occidentales del Imperio aqueménida. Darío I consiguió poner una vez más en servicio el canal hacia 518 a.C., y así se conmemoró en una sucesión de estelas erigidas a lo largo de la ruta. Hay constancia de que el paso se mantuvo durante el gobierno de los Tolomeo y que volvió a cegarse por la arena y en época romana, en que la ruta perdió interés. Los Tolomeo no sólo fueron buenos comerciantes, sino que se instalaron en Alejandría dispuestos a explorar el país como si fuera su empresa privada. Llevaron a Egipto a gran número de griegos que vendrían a ser el equivalente de los tecnócratas actuales. Ellos se ocuparon de la economía y la administración, mientras otros compatriotas nutrían las filas del ejército para asegurar la paz interior a cualquier precio, a fin de crear el clima de tranquilidad necesario para que prosperasen los negocios. El trabajo de los técnicos griegos dio sus frutos: se incrementó la producción agrícola, y la administración civil y la hacienda pública funcionaron con suma eficiencia pero la oligarquía griega consideraba a los egipcios ciudadanos de segunda, y en realidad el conjunto del país era tratado como una colonia de Alejandría. Nos consta que hubo huelgas y levantamientos motivados por esta política: ya se registraron algunos en los primeros años de gobierno tolemaico, pero a partir de 217 a.C., con Tolomeo IV, se hicieron endémicos. El epílogo romano. Tras la muerte de Cleopatra, Egipto se convirtió en provincia romana, pero dado que a la sazón era el país más rico del mundo, se le asignó el estatuto de provincia imperial, esto es, administrada directamente por el poder imperial: incluso los senadores debían solicitar premiso para visitarla. Augusto y sus sucesores reprodujeron el modelo administrativo tolemaico, explotando el país como una hacienda privada. La eficacia y la dureza romanas esquilmaron el país. En efecto, los Tolomeo extraían toda la riqueza posible, pero ésta sirvió para hacer de Alejandría el foco de cultura helenística más importante del mundo, y algún reportó a los egipcios, puesto que los ingresos obtenidos se quedaban en el país. La rapacidad romana, en cambio, despojaba a Egipto de sus riquezas y se las llevaba a Italia. La decadencia y el pesimismo hicieron presa de los egipcios, pese a la extensión de su influencia espiritual, y fue una de las provincias en las que más y mejor floreció el cristianismo. Definitivamente, el Egipto tradicional había pasado a la historia. EL HOMBRE EGIPCIO ANTE EL PODER. El escenario natural. En comparación con los pueblos de su entorno, los egipcios presentan unas notables especificidades que, sin duda, moldearon su mentalidad. En primer lugar, conviene insistir en que pese a que una mirada superficial sobre las realizaciones del genio egipcio puede inducir a creer que su cultura permaneció estática durante siglos, los cambios fueron continuos y, después del Imperio Medio, sumamente dramáticos en muchos casos. Pero en la conformación de aquella mentalidad pasaron más el aislamiento relativo, al abrigo de invasiones; la concentración humana en el valle del Nilo, que permite hablar de una población semiurbana y urbana desde época muy temprana, lo cual favoreció el desarrollo de la convivencia y de la necesaria flexibilidad para hacerla posible; el relativo bienestar posibilitado por una tierra pródiga que no demandaba grandes esfuerzos para arrancarle sus frutos, y la sensación de seguridad, casi se diría de inmutabilidad y eternidad, que daba una vida infaliblemente ritmada por las crecidas anuales, por la ineluctable periodicidad de una naturaleza que parecía traducir simbólicamente una especie de perpetuo retorno. Y la regularidad e incluso monotonía del paisaje, que ofrece un horizonte despejado, uniforme, donde cualquier detalle es perceptible y donde nada excepcional se presenta al observador. Cuando algo rompe este equilibrio, esa simetría, automáticamente, adquiere una dimensión especial, quizá sobrenatural. Esa sensación de seguridad, esa ausencia de dudas en cuanto a la propia identidad, explica que los egipcios no se nombraran a sí mismos de ninguna manera especial, que no usaran ningún gentilicio. En efecto. Se llamaban los hombres. Los demás, con su existencia tribal o bárbara, no alcanzaban esa condición. Eran, pues, conscientes de su superioridad. Y no eran "racistas", por cuanto en la categoría de "hombres" se incluían todos cuantos vivían en Egipto y profesaban su cultura, con independencia de su raza e incluso de su origen, pues se acogía a los extranjeros que se integraban con todas las consecuencias. En cuanto al país del Nilo, era, sencillamente, la tierra. El topónimo Egipto ha llegado a las lenguas modernas a través del griego, y éste lo heredó de la época prehelénica. Podría derivar de Hikyptah, el "castillo del Ka de Ptah", con que se conocía la ciudad de Menfis. Los semitas empleaban el nombre de Misr, que siguen utilizando los árabes. La dualidad desierto-oasis que caracteriza Egipto la expresaban los naturales refiriéndose a la tierra roja y la tierra negra, esta última el valle donde transcurría su vida. Esta tierra negra sirvió también para designar el país entero: Kemi. En términos oficiales o poéticos se le daban otros nombres, algunos muy rebuscados. En la lengua escrita, los pictogramas remiten a otra de las dualidades definitorias de Egipto, además de la mencionada desierto-oasis: Alto-Bajo Egipto. En efecto, se yuxtaponían un junco florido y una planta de papiro. El egipcio estaba profundamente compenetrado con la naturaleza. El mecanismo de la causalidad, tan claro para el hombre moderno, heredero de los pensadores griegos, no resultaba tan manifiesto para el egipcio. Su pensamiento, como en todas las sociedades tradicionales, era analógico. Así, el hombre, o al menos determinados aspectos del mismo, tenían algo, o mucho, en común con los demás seres visibles o invisibles o incluso con las cosas inanimadas. Por eso trasladar las cosas humanas a otras dimensiones no estrictamente humanas no sólo era lícito, sino una forma de conocer esas dimensiones. Asumido lo anterior, resulta fácil entender que la vida de ultratumba fuera un calco de esta vida, o que la organización del cosmos y el Estado fueran la una reflejo de la otra. El rey y los órganos de gobierno. El rey era un dios en tanto que participaba de la naturaleza divina. Su función concreta era servir de intermediario entre los dioses y los hombres, pero no como un mero representante o vicario, sino que en él habitaba una presencia real del dios o dioses. El rey a su vez, como hombre y sólo como hombre, podía delegar en los funcionarios para que despacharan los asuntos administrativos o políticos, y en los sacerdotes para que oficiaran los cultos. El faraón era hijo de Re, pues en el momento de ser engendrado por su padre el dios de algún modo "poseía" a aquél y le suplantaba. Cuando el faraón moría, se reintegraba a su verdadero progenitor. Pero el hecho de que fuera hijo de Re no impedía que fuera también la personificación de Horus, y que a su muerte se transformara en Osiris. Todo lo cual no implicaba contradicción alguna, sino que se trataba de conceptos complementarios y bien integrados. Esta naturaleza divina implicaba una distancia abismal entre el rey y sus súbditos. Nadie podía tener contacto físico con él, ni siquiera con su sombra, pues el formidable poder que desprendía resultaba letal. Sus colaboradores inmediatos y sus sirvientes podían acercarse al soberano e incluso tocarlo en virtud de unas operaciones mágico-religiosas que les protegían. Seguramente llevaban consigo amuletos con el mismo fin. Ello implicaba el aislamiento y, en definitiva, la soledad del soberano. El rey no tenía, pues, contacto con el pueblo llano, pero éste sí lo tenía, y estrecho, con las instituciones de gobierno y con la frondosísima burocracia. En esta última proliferaban el descontrol y la corrupción. Las fuentes son pródigas en quejas sobre abusos y venalidades. Algunas revelan las aspiraciones de los jóvenes a estudiar para escribas e ingresar en un cuerpo funcionarial como una forma de tener poco trabajo, escasas responsabilidades y posibilidad de enriquecerse. Pero la indefensión del pueblo distaría de ser absoluta. Las mismas fuentes recogen quejas gravisimas expresadas libremente, y hay repetida constancia de que en la sociedad egipcia las exigencias éticas eran elevadas y se fomentaba el sentido de la justicia. Actitudes y mentalidades. La finalidad del Estado, la función del rey y los designios de los dioses parecían estar perfectamente claros para el egipcio antiguo, pero ¿cómo se traducía todo eso en su vida diaria y qué conducta le inspiraba? Conviene evitar el riesgo de juzgar a aquellas gentes utilizando nuestro sistema de valores moderno, configurado con valores modernos, configurando con los ingredientes de la herencia clásica, el cristianismo y el racionalismo. El egipcio se remitía ante todo a su entorno, a su experiencia inmediata, y todo lo juzgaba según esa referencia. Seguramente no se consideraba un siervo incondicional de los dioses, abrumados por su propia insignificancia, como su contemporáneo mesopotámico, pero tampoco se sentiría ciudadano de pleno derecho ni viviría la religión como una fe interiorizada y espiritualmente elevada. El mundo de los dioses y del más allá se interpenetraban con lo material, lo cual formaba parte de la experiencia cotidiana. Era menester ajustarse a los mandamientos, pues quebrantarlos acarreaba el castigo de la otra vida. En Mesopotamia la práctica de la virtud tenía un premio en este mundo, y no siempre, pues los dioses eran caprichosos y arbitrarios, y no había supervivencia póstuma. En Egipto, en cambio, se preveían premios y castigos en la ultratumba, lo que constituía un reconocimiento implícito de la libertad del hombre y de unos mínimos valores individuales. En los indicios del periodo histórico, sólo el faraón tenía asegurada la inmortalidad, condición que paulatinamente se fue ampliando a su entorno, a los altos personajes de la corte y de la administración, etc, para acabar "democratizándose" y alcanzando al común de la población. Es decir, que a lo largo de los siglos, esa conquista de la inmortalidad implicaría un reconocimiento de la propia personalidad individual y, por consiguiente, un reforzamiento de la misma. Existió en Egipto una abundante literatura sapiencial, pródiga en consejos y que refleja bien los valores vigentes. Se predica en esos textos la moderación, la armonía, el sentido de la medida, el autodominio. Suelen tener, además, un acusado sentido práctico, exhortando a la seguridad material y al éxito social. Pero no se olvida la protección del débil, el socorro al necesitado, la honradez en los tratos, y en definitiva las recomendaciones insisten en una vida de rectitud y prudencia. La justicia se identificaba con la acción equilibrada, ni insuficiente ni excesiva, ateniéndose a maat, concepto del que se tratará más adelante. En los Imperios Antiguos y Medio, cuando la certeza de una vida eterna no estaba plenamente arraigada en la conciencia de los egipcios, éstos cifraban sus esperanzas en una vida tranquila y alegre, contenida por cierta sobriedad que imponía el propio sentimiento ético. Algunos autores señalan el segundo período intermedio como un momento de inflexión en la conciencia en la conciencia colectiva del pueblo egipcio. La invasión de los hicsos en un país que jamás había sufrido una invasión, la fragmentación territorial, con la destrucción de las instituciones tradicionales, que parecían traducir un orden inmutable, y la crisis del principio de autoridad, condujeron a cierto afán de evasión, que encontró su alimento en la religión y las preocupaciones por la vida de ultratumba y, a la vez, llevaron a una aceptación a una aceptación fatalista de la voluntad de los dioses. Más tarde, cuando se logró expulsar a los invasores, caló en la mentalidad colectiva un "nunca más" que se tradujo en una auténtica psicosis de seguridad y en un sentimiento de unidad nacional, que si se consideraba el remedio más eficaz contra las amenazas exteriores, no fue capaz de contrarrestar, con el tiempo, aquellas fuerzas centrífugas que representaron una constante negativa en toda la historia egipcia. Por otra parte, los factores apuntados tuvieron otra traducción: la agresividad conquistadora y el imperialismo. La expansión asiática tuvo confesado fin defensivo, pero acabó convirtiéndose en un fin en sí misma, en una especie de destino histórico asumido. Cuando además, se descubrió que aquella presencia asiática deparaba grandes beneficios económicos, el talante imperialista y expansivo se instaló en la mentalidad colectiva de los egipcios, convencidos como estaban, además, de la abrumadora superioridad de su cultura sobre la de sus vecinos. Siempre hubo, desde entonces, una amenaza que invocar: tras los hicsos surgieron los peligros hitita, de los pueblos del mar, de los libios o de los asirios. Los dioses, naturalmente, prestaban su apoyo a las armas egipcias, con lo que la conquista adquirió tintes de cruzada. La sanción divina de la política y la importancia de la religión se advierten en que el periodo imperialista coincide con el máximo poder el clero y con la máxima extensión de las propiedades de los templos. En la vida del súbdito común del faraón, estos cambios se concretaron en un dilución del individualismo y de los intereses inmediatos en favor del supremo interés nacional. Por supuesto que el cambio de mentalidad y la transformación del panorama moral y social que acompañó al Imperio requirieron siglos, y ciertas formas externas se mantuvieron, con lo que una consideración superficial induciría, una vez más a ver el transcurso de la historia egipcia como algo estático e inamovible. El conservadurismo formal no presuponía, en efecto, que la sociedad no evolucionara y que no estuvieran sujetos a cambio de mentalidad colectiva, los sistemas de valores y las estructuras sobre las que se desenvolvía la sociedad. El Maat. Este concepto, un tanto escurridizo a la hora de buscar su equivalente en las lenguas modernas, podría traducirse genéricamente por la verdad, lo que es reto, justo, equilibrado, perfecto; lo que es conforme a un orden que se sobrepone a las fuerzas del caos confiriéndoles la adecuada coherencia para que se organicen y den lugar a los fenómenos de la naturaleza, caracterizados por la regularidad y armonía. También la sociedad humana debía estructurarse conforme a Maat, y en la conciencia de cada persona estaba inscrita esa tendencia a la verdad, a la exigencia ética y al orden. En el Imperio Medio este concepto se extendió a lo que hoy llamaríamos justicia social, con explícitos llamamientos a la solidaridad y la cooperación: el Maat sería también "el pan y la cerveza", esto es, el derecho a una vida digna. La personificación de Maat era una figura femenina sentada con las piernas recogidas, que se presentaba como hija de Re. Durante el juicio de los muertos, se la identificaba con el corazón del difunto. Por último, y como subrayando su relación con la justicia, al primer ministro, en su competencia de ministro de ese ramo, se le daba el título de "sacerdote de Maat". El derecho y su aplicación. Sobre las leyes que regían en el Egipto faraónico se sabe muy poco, lo que contrasta con la riqueza de conocimientos que poseemos en otros ámbitos de esta civilización. Nos han llegado ordenanzas promulgadas por los reyes, sobre todo grabadas en estelas, y una sola compilación legal, incompleta y muy deteriorada legal, incompleta y muy deteriorada. Se trata de la inscripción de Horemheb en Karnak; por tanto, es un documento relativamente tardío. La severidad de las penas que se contemplan se explica por la política que se había impuesto Horemheb de combatir la corrupción y el desorden. Dichas penas iban del apaleamiento, que era lo más habitual, a la mutilación y al destierro. La aplicación de la tortura era común. Hay datos sobre procesos celebrados en época ramésida, y los castigos no parecían haber variado mucho. Lo que no se puede precisar es la proporcionalidad de las penas. Ya se ha dicho que el apaleamiento era corriente, y lo mismo se ordenaba para los ladrones que para quienes evadían impuesto o denegaban auxilio a personas en peligro. En todo caso, se puede afirmar que en comparación con otros pueblos del antiguo Oriente, las penas previstas en Egipto eran benignas; así, nunca se conoció la ley del talión. Sólo los delitos muy graves estaban castigados con la muerte. La alta traición, el parricidio y el perjurio en asuntos importantes eran algunos de esos casos. Con especial severidad se castigaba a los jueces prevaricadores, para los que estaban previstas mutilaciones. Idéntica suerte corrían las adúlteras, los falsificadores de documentos y los que engañaban en gran cuantía en el peso de las mercancías. El falso testimonio se sancionaba de un modo parecido a la ley del talión: al acusador se le aplicaba la misma pena que hubiera correspondido al acusado de haber sido cierta la imputación. Se preveía la privación de libertad en cárceles y fortalezas, así como los trabajos forzados sobre todo en las minas de los países del Sur. Conviene precisar que, en principio, todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, salvo los esclavos, y si bien es cierto que en general se estaba a cubierto de la arbitrariedad, tampoco debe caerse en la exageración de identificar aquella igualdad con la que es reconocida en los modernos Estados de derecho. En la baja época hubo alguna sistematicidad en la codificación, pero no nos han llegado los ocho libros de la ley de los que habla una fuente griega. El procedimiento estuvo muy bien fijado desde el principio: los escribas redactaban sumarios y sentencias, que se autentificaban con el sello correspondiente. La prueba testifical era tomada en cuenta y todas las declaraciones se recogían debidamente. Los juramentos se hacían invocando las penas y castigos a que se harían acreedores los perjuros.

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